Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México

EL IDEARIO REVOLUCIONARIO DE RAMóN BETETA

Edgar Llinás


Uno de los propósitos principales de este estudio es demostrar que Ramón Beteta no fue meramente un político pragmático, aunque sí fue una distinguidísima figura política de dimensión nacional, sino que además de esto fue un pensador, un verdadero ideólogo de la Revolución Mexicana, reconocido y valorado como tal por sus propios contemporáneos. En apoyo de mi afirmación puedo presentar como testigo nada menos que a don Miguel Alemán Valdés, quien en su famoso libro Remembranzas y testimonios dice así:

Para la Secretaría de Hacienda y Crédito Público no dudé en elegir al brillante Ramón Beteta, pues a sus títulos académicos en economía, derecho y filosofía, aunaba la experiencia como subsecretario de Relaciones Exteriores durante la gestión del presidente Cárdenas y, asimismo, como subsecretario de Hacienda en el gobierno del general Ávila Camacho; por otra parte, autor de varios estudios cuya lectura me confirmó en la opinión que de él tenía, era un verdadero ideólogo de la Revolución Mexicana sin demérito de un alto sentido práctico en la acción.[ 1 ]

Sin embargo, no nos contentaremos con citar a don Miguel Alemán para apoyar nuestra tesis, sino que en el presente trabajo nos proponemos analizar los valores revolucionarios que inspiraron la acción política de Ramón Beteta, es decir, su pensamiento filosófico que le da un lugar distinguidísimo en la historia del movimiento revolucionario mexicano.

La filosofía política de Ramón Beteta está integrada por seis grandes categorías de pensamiento cuyo objetivo es resolver seis grandes problemas nacionales, todos ellos entrelazados entre sí y formando una gran unidad filosófica. Estas seis grandes categorías de pensamiento se refieren: 1) al problema de la identidad nacional; 2) al problema del agro; 3) al problema obrero; 4) al problema de la Iglesia ; 5) al problema de la educación, y 6) al problema de la industrialización. En todos estos apartados, el pensamiento de Ramón Beteta no solamente es original e innovador, sino que señala el derrotero a seguir por los gobiernos revolucionarios. Ramón Beteta no fue un marinero más en la nave de la Revolución, sino que fue un verdadero navegante que sabía leer las estrellas y señalar el rumbo. Veamos cuál era el rumbo que él señalaba.

En búsqueda de la identidad nacional

Ramón Beteta tenía plena conciencia de que México era un país en formación cuya personalidad y perfiles político y filosófico aún no se habían definido plenamente. Sabía que nuestra adolescencia como nación había sido prolongada y que estábamos urgidos de encontrarnos a nosotros mismos.

En una conferencia intitulada "Las fuerzas que actúan en la vida mexicana", dictada el 22 de julio de 1930, Beteta planteaba de la siguiente manera nuestra propia perplejidad ante las circunstancias que rodeaban nuestro desarrollo como nación:

Alguien ha llamado a México la tierra de los contrastes. Por lo menos, es la tierra de las diferencias: diferencias físicas lo mismo que sociales, y esto hace difícil cualquier descripción. La característica peculiar de mi país, es que no hay ninguna parte de él, ni ninguna persona entre sus moradores, que se parezcan a otro lugar o a persona otra algunos. En general no puede decirse lo mismo de los Estados Unidos. Vosotros sois un pueblo más bien homogéneo, con espíritus, actitudes y modos de vivir, más o menos semejantes. Cuando voy a conocer a un norteamericano, por adelantado sé -aproximadamente- con qué clase de persona voy a tratar, tengo cierta idea acerca de su religión, de su educación, de su gobierno -y aun tal vez- de su opinión respecto a la evolución. Puedo adivinar con bastante exactitud de qué color serán sus ojos y cómo estará vestido. Pero cuando vosotros vais a conocer a un mexicano, casi nunca sabéis qué clase de persona será. Podrá estar vestido a la moda inglesa o quizá lleve un traje de burda manta; tal vez hablará español, o azteca, o algún otro de los muchos idiomas indígenas. Podrá tener la misma idea acerca de Dios que vosotros, o un concepto completamente pagano de la divinidad.[ 2 ]

Ese México misterioso y mágico que se nos insinúa y a la vez se nos oculta, y que siempre nos sabe hechizar con su encanto, es el que Beteta plasma con su maestría literaria. Lo indio y lo español entrelazados y forcejeando, complaciéndose el uno con el otro, y, a la vez, luchando cada uno por dominar el cuadro. La magia de la figura radica en el movimiento, imperceptible y, al mismo tiempo, avasallador.

Aunque pareciera que lo español predomina en el panorama mexicano, lo indio se encuentra por todas partes dice Beteta; no sólo en los ojos negros de nuestras muchachas, sino aun en nuestras iglesias que podrían ser consideradas lo más fundamentalmente español de México; pero éstas fueron construidas por manos indias, por indios que quizá no comprendían el Dios para quien edificaban el templo, pero que no obstante pusieron lo mejor de su sentimiento artístico en su labor. Por eso frecuentemente se advierte en las iglesias mexicanas cierto aspecto pagano que le hace a uno sospechar que el indio no entendió exactamente la nueva creencia, sino que meramente adoptó las formas externas de una religión, del mismo modo que adoptara el idioma español que la expresaba, conservando, sin embargo, las ideas y el espíritu antiguos del aborigen. Esa misma combinación de lo pagano con lo cristiano, de lo indígena y lo español se manifiesta en nuestra música, en nuestra pintura; y, de hecho, en todo lo mexicano.[ 3 ]

Este entrelazamiento de lo español y lo indígena permite que en México convivan los dos modos básicos y opuestos de entender la vida: uno, el occidental, del cual es ejemplo vivo el hombre de negocios norteamericano; el otro, el oriental que es el del indio. Si el ideal de la vida es la felicidad, aunque no haya fórmula para obtenerla, existen dos caminos para procurar alcanzarla: uno, que consiste en aumentar cada día las propias exigencias; el otro, en conformarse con las cosas tal como son. El primero es de sobra conocido en los Estados Unidos, el otro es el que predomina en el indígena. En México se busca elaborar una síntesis equilibrada de ambas actitudes.[ 4 ]

La Revolución Mexicana se ha esforzado denodadamente por definir la identidad nacional, por hallar la síntesis equilibrada entre las fuerzas que conviven en el territorio nacional y que no habían podido aunarse plenamente para formar lo que Moisés Sáenz llamara el México íntegro. Antes de esa lucha social y económica que llamamos la Revolución, dice Beteta, ningún mexicano podía discutir con sinceridad las condiciones que prevalecían en su patria. México, como tal, de hecho casi no existía, excepto desde el punto de vista meramente geográfico, porque en el territorio nacional había dos países; uno, constituido por la clase dirigente, no era más que imitación barata de Europa; el otro, compuesto por los indígenas, era un Estado feudal en que la gente vivía en la miseria y el aislamiento. De estos dos países, el mexicano culto se enorgullecía sólo del primero.

Para el mexicano europeizado, la capital de México era un pequeño París; el Teatro Nacional, copia del Teatro de la Ópera, y nuestra avenida principal rivalizada con los Campos Elíseos. Y para que Chapultepec, nuestro bosque legendario natural, se pareciera al Bosque de Bolonia, había sido adornado con lagos artificiales y pasto inglés. El francés era el idioma de la sociedad, y también el idioma en que se aprendía derecho, medicina o ingeniería. Nuestra cocina era francesa o española. Nuestras costumbres, europeas. Norteamericanos los flamantes ferrocarriles; ingleses y norteamericanos nuestros campos petroleros y nuestras minas; español nuestro comercio; y las tierras de las cuales el peón arrancaba un mezquino sustento también pertenecían a extranjeros o a mexicanos extranjerizados por residir fuera del país.[ 5 ]

La Revolución Mexicana tomó conciencia de que "Europa había sojuzgado a México sin colonizarlo". Era preciso crear la nacionalidad en toda su originalidad deslumbrante con los elementos nativos. La población blanca se había estacionado y el número de indios puros no había aumentado significativamente. En cambio, el mestizo ya excedía a los otros dos en la proporción de dos a uno. Hasta nuestras características más españolas, como el idioma y la religión, habían sido hondamente afectadas y modificadas por la influencia indígena. Nuestra piel es más oscura, nuestro idioma más rico, nuestras creencias son más paganas que las que nos diera España. Se había creado un producto nuevo, ni español puro ni indio puro: México, un país cuyas razas mezcladas habían aportado cada una creencias, colores, trajes, ritos, inhibiciones, ambiciones e ideales multiformes, para formar una nueva nación.[ 6 ]

La Revolución Mexicana también percibió que en México existe una resistencia a la conquista que ha estado activa desde que llegaron los primeros españoles, y trató de fortalecerla y vitalizarla: es la que salvó a México de convertirse en colonia de los Estados Unidos y la que ha mantenido vivo su espíritu de independencia y su propia personalidad. Por ello la Revolución ha insistido tanto en el nacionalismo. Pero nuestro nacionalismo no es patriotismo agresivo y militante, deseoso de sojuzgar a otros pueblos, de anexar nuevos territorios o de conquistar nuevos mercados. Lo que nuestro nacionalismo se propone es comprender los diversos elementos que constituyen este conjunto heterogéneo que es nuestro México y definir el perfil nacional, nuestra propia identidad. Es preciso recordar que nuestro nacionalismo ha nacido de la defensa contra el imperialismo violento y la penetración económica pacífica, y que visto superficialmente, parece ser una actitud antiextranjera, pero que más bien es la necesidad de hacerse valer a sí mismo, el deseo de conocer, amar y desarrollar las características nacionales para así "definir mejor la personalidad que tiene como nación".[ 7 ]

Para Beteta, la Revolución era la más importante de las fuerzas sociales que actuaban en México desde 1910. Citando a Moisés Sáenz señalaba que en México se distingue la Revolución con mayúscula, de las revoluciones con minúscula. Algunos podían creer que en México hemos tenido muchas revoluciones, pero él sostenía que sólo ha habido una. Había empezado en 1808, y seguía en pie, y además confiaba en que seguiría en pie por mucho tiempo. Es que la Revolución tenía dos aspectos, el destructivo y el constructivo. "Amo igualmente a los dos sin distinción, porque el uno no puede existir sin el otro".[ 8 ]

¿Qué buscaba destruir la Revolución ? Fundamentalmente, los vicios que nos había legado la herencia colonial, esa situación medieval creadora del peonaje, del caciquismo, del militarismo y del desaliento en la masa de la población convertida en paria, en verdaderos extranjeros dentro de su propia patria.[ 9 ]

Ya en sus años juveniles, cuando pronunciaba el discurso de graduación de su generación intitulado "Ideales de la generación estudiantil de 1925", manifestaba un conocimiento claro de aquello que la Revolución buscaba destruir, decía:

No, nuestra generación pretende una labor constructiva, intenta emplear al servicio de "el gobierno", pero no de los gobiernos, los conocimientos sociales adquiridos, porque está convencida de que en México no ha sobrado política, han sobrado politicastros; no han sobrado hombres de acción, sino de pistola; no han sobrado gobernantes honrados, han sobrado ladrones. Cree, por el contrario, que es posible y necesaria la aplicación de los conocimientos científicos a la vida política, y que si esto no se hiciera, lo que estaría de más no sería la política sino la Universidad. Si los conocimientos que recibimos en las aulas no nos preparan para la vida, no nos ayudan para mejorar la situación política y la organización económica de nuestra patria, no se nos enseñaría ciencia, se nos prepararía para ser criados importantes de los poderosos.

Y nosotros nos empeñamos en creer que no es esa nuestra misión ni nuestro deber, ni siquiera nuestra mejor conveniencia; pensamos que nuestro papel es el del político técnico, el del consejero que sabe y quiere, del que ha estudiado y tiene buena voluntad.[ 10 ]

A ese político técnico que sabe y quiere, que ha estudiado y tiene buena voluntad, corresponde dirigir la parte constructiva de la Revolución, la reconquista que hace México de su propio territorio. La Revolución busca que los mexicanos se posesionen de su patria. El pueblo que vivía expatriado en su propia tierra, socialmente desadaptado, mediante la Revolución se pone en armonía con el medio y se incorpora a su propio país. Las manos morenas del indígena y del mestizo -del mexicano, en suma- se armonizan con el suelo, también moreno, y el concepto de patria adquiere realidad y contenido para el pueblo de México.[ 11 ]

Tenemos que preguntarnos, sin embargo, cuál será el futuro de la Revolución. ¿Vivirá para siempre México en pos de los ideales revolucionarios sin nunca poder alcanzarlos plenamente, o llegará un momento en que la Revolución llegue a su fin y se dé comienzo a un nuevo capítulo en la historia del país?

Beteta sostiene que la Revolución se matará a sí misma, y lo explica poniendo un ejemplo ilustrativo. La International Workers of the World prohíbe a sus líderes que posean propiedad alguna. Por experiencia saben que el radicalismo y la propiedad son dos cosas incompatibles. En México ya se ha visto, dice él, que cuando un hombre adquiere un poco de tierra o tiene un salario decente, o asciende a una posición más elevada en la escala social, ya no quiere más cambios. Por ello, con cada nueva fase de la Revolución nos acercamos más a su fin, porque sólo mediante un sistema de gobierno más justo existe la posibilidad de una paz permanente e institucional.[ 12 ]

Para Beteta la formulación del plan de seis años que orientó el periodo presidencial del general Cárdenas fue un gran hito en el proceso revolucionario, en esa conquista que el pueblo mexicano hacía de su propio territorio. El plan de seis años había sido formulado en un momento especialmente oportuno, cuando los postulados fundamentales de la Revolución eran cuestionados no solamente por los grupos conservadores, sino aun por algunos de los hombres más destacados dentro del partido revolucionario.[ 13 ] Era un momento, pues, muy a propósito para definir ideas y trazar caminos, que fue precisamente lo que correspondió al general Lázaro Cárdenas. En su sexenio se dio solución definitiva a algunos de los males más agudos de la sociedad mexicana, y se sentaron las bases firmes para la convivencia política y el desarrollo económico y social alcanzado en años posteriores.

Cuando correspondió a Beteta defender y explicar al público norteamericano el sentido del Plan Sexenal del general Cárdenas, tarea que asumió con verdadero sentido misionero y afrontando una gran responsabilidad debido a la incomprensión general de los postulados de la Revolución y al temor generalizado de que México adoptara una posición extrema izquierda, trato de suavizar la resistencia que despertaba afirmando que el plan sexenal no era revolucionario en el sentido que esa palabra tenía fuera de México, es decir, que no pretendía un cambio radical en la organización económica del país ya que se seguía respetando y apoyando el derecho de propiedad, el nacionalismo y la empresa privada, y, por lo tanto, estaba muy lejos de un socialismo análogo a la de Rusia Soviética.[ 14 ]

Evidentemente, Beteta rechazaba los monstruos del Estado liberal y del Estado totalitario, y proponía la concepción del Estado regulador, árbitro y promotor, educador y guía, un Estado que evita toda actividad en que la intervención no sea definitivamente imprescindible.

Refiriéndose al periodo 1946-1952 en que él actuó como secretario de Hacienda y Crédito Público, decía Beteta:

El presidente Alemán sabe muy bien que un gobierno no es sólo una administración, como equivocadamente pensara Porfirio Díaz. Por el contrario, reconoce que gobernar es dirigir, y dirigir inspirado por ciertos ideales y siguiendo ciertos principios. Sabe que si un gobierno quiere ser democrático necesita conocer las necesidades de su pueblo para poderlas satisfacer, y, una vez hecho el esfuerzo por conseguir buenos resultados, debe informar de los unos y de otros a su pueblo para que éste sepa a dónde y por qué se le conduce.[ 15 ]

Aquellas pláticas en que Beteta hablaba ante públicos hostiles e incomprensivos en defensa de la Revolución Mexicana planteaban una gran pregunta: ¿qué guardaba el futuro para México? ¿No eran esas fuerzas sociales que estaban actuando en México como fuerzas ciegas de la naturaleza, carentes de propósitos? ¿No eran, quizá, como la fuerza torrencial de los ríos desbordados que todo lo destruyen a su paso sin motivo aparente? No, definitivamente no. Para Ramón Beteta las fuerzas sociales de la Revolución tenían un propósito común bien definido: hacer de México una gran nación. Esto no sucedería en un día, pero todas las fuerzas obraban en esa dirección.

Hacia la transformación del agro

Los problemas del campo mexicano eran algunos de los más serios que debía enfrentar la Revolución, entre otras cosas, porque la mayor parte de la población estaba compuesta por campesinos, pero campesinos sin tierra que trabajaban como peones acasillados en las haciendas de los grandes latifundistas, y que no solamente no ganaban para vivir, sino que constantemente se endeudaban más y más en la tienda de raya, con lo cual sus hijos y sus nietos quedaban también hipotecados a la hacienda.

El siglo XX encontró a México, pues, en una situación singular: la tierra en manos de un pequeño grupo de personas, muchas de ellas extranjeras, o mexicanos ausentistas, que vivían más de la explotación de los peones que de la productividad de sus haciendas. Aunque el setenta por ciento de la población empleada en actividades lucrativas derivaba su sustento de la agricultura, el dos por ciento de la población poseía el setenta por ciento de las tierras, y en algunos estados, el acaparamiento llegaba a tal grado, que el noventa y ocho por ciento de los jefes de familia rurales carecían de tierras. Pero, además, la tierra laborable en México era escasa, algo así como el once por ciento de la superficie total del país.[ 16 ]

La población rural se hallaba sumida en la más completa miseria y en la oscuridad de la ignorancia y del fanatismo, aislada física y moralmente del resto del país y del mundo. Los núcleos indígenas, ignorados y despreciados por la minoría dirigente, sufrían, más que ningún otro grupo, del aislamiento y la ignorancia. Y arrastraban su miserable existencia arrancando a la pobre tierra ajena, o a las escuálidas milpas propias, con medios de cultivo precortesianos, un alimento raquítico. La agricultura como industria se hallaba en un estado de atraso sorprendente ya que la maquinaria agrícola era poco menos que desconocida; el arado de madera de tipo egipcio era de uso frecuente, y la estaca afilada tenía aplicación común, sobre todo entre los indígenas, quienes con ella rascaban el suelo empobrecido y deslavado de las colinas a donde se les había empujado.[ 17 ]

¿Cómo se había originado tan patética situación en el campo mexicano? Nuevamente tenemos que buscar su origen en la herencia colonial. La concentración de la tierra en unas cuantas manos se había iniciado con los repartimientos y las encomiendas que eran las recompensas dadas a los conquistadores y que constituyeron los primeros latifundios. La Corona española tenía una concepción filosófica señorial de la organización social y, por lo tanto, organizó una clase aristocrática de terratenientes que debían ser los dirigentes naturales de la gran masa de la población.

El acaparamiento de la tierra continuó por medio del despojo sistemático de las comunidades indígenas y del campesino mestizo, el cual era llevado a veces en pequeña escala por el hacendado, y otras en proporciones gigantescas por las compañías colonizadoras y deslindadoras de tiempos de don Porfirio que, bajo el pretexto de traer a México inmigrantes europeos de alta productividad, se adueñaron, aprovechándose de la irregularidad en la titulación de las tierras, de enormes extensiones que más parecían pequeños estados autónomos que propiedades privadas para fines de explotación agrícola o ganadera.[ 18 ]

Así, pues, los conquistadores se repartieron el país, tanto su territorio como su población, siguiendo el sistema llamado de encomiendas. La Independencia sólo logró cambiar la nacionalidad de los explotadores. La Reforma liberal sólo consiguió sustituir los nombres de los propietarios y desbaratar las propiedades comunales. E irónicamente, durante el periodo de Díaz que se autodenominaba un régimen liberal, se acentuó el proceso de concentración y continuó el despojo de los pueblos con chicanas y violencias hasta que al final de la dictadura el dos por ciento de la población era dueña del setenta por ciento de la tierra. Así, pues, podemos concluir con Beteta:

No es metáfora decir que México ha sido conquistado más de una vez. Los "deslindes" fraudulentos, los "denuncios" de las compañías colonizadoras y deslindadoras, los "castigos" impuestos por las tropas federales a las tribus por imaginarias rebeliones, y todos los otros procedimientos usados para obligar a las masas indígenas a abandonar sus milpas y convertirse en peones de las haciendas, han sido verdaderos actos de conquista que desde el punto de vista de las víctimas no se distinguen de la llegada de Hernán Cortés al fértil Valle de Tenochtitlán.[ 19 ]

Para 1910, el país se encontraba, pues, dividido en haciendas que eran la unidad productiva básica. Si por lo menos la hacienda hubiera sido un sistema medianamente eficaz se habría podido formular alguna defensa de ella. La verdad, sin embargo, es que la hacienda no era sólo un sistema de explotación agrícola injusto porque creaba el peonaje, dañoso al estimular el abuso político y perjudicial al país porque fomentaba el ausentismo, sino que además era un método de producción primitivo, atrasado e ineficaz. La hacienda cultivaba sólo la mejor parte de la tierra, no usaba ningún sistema de rotación de cultivos, no empleaba fertilizantes químicos, y no contaba con más equipo que algunos bueyes y arados de madera. La hacienda representaba pues la época medieval en la agricultura. Era un sistema que usaba exceso de energía humana y de tierra, en vez de emplear maquinaria para la explotación de los recursos naturales.[ 20 ]

Por el contrario, la Revolución ambicionaba llegar a un cultivo más completo, inteligentemente y técnico de toda la tierra utilizable del país mediante el reparto de ésta en pequeñas propiedades, cuyos dueños debían organizarse en cooperativas, tanto para el mejor aprovechamiento de la tierra y la obtención del crédito como para la venta en común de sus productos. Beteta afirmaba que el Partido Nacional Revolucionario no sólo respetaba la pequeña propiedad privada sobre la tierra, sino que la tenía por ideal y se alejaba definitivamente de la idea socialista.[ 21 ]

Sin embargo, para lograr estos propósitos, era preciso transformar la ética y la mentalidad del pueblo mexicano sumido en una actitud de dependencia y apatía por siglos de dominación colonial. Era preciso educar a las masas campesinas en una ética revolucionaria que les permitiera salir de la economía primitiva su consumo y prepararlas para entrar a un sistema cooperativo que permitiera a México elevar el nivel de vida de su población sin arrojarse ciegamente al capitalismo absoluto.[ 22 ]

Debe señalarse, por otra parte, que Beteta tenía una gran fe en el ejido que consideraba el sistema idóneo para resolver los problemas del campo mexicano. Aun llegó a afirmar que parecía evidente que la política agraria debería orientarse hacia el abandono de la propiedad privada sobre la tierra convirtiendo al ejido en el centro de la economía rural. "Debería hacerse un esfuerzo", decía él, "para organizar la vida rural como un régimen jurídico nuevo y propio, que no pidiera prestados las antiguas formas de organización dentro de las que floreció el latifundismo".[ 23 ]

Con lo dicho hasta aquí adquiere una nitidez definida la forma como Ramón Beteta concebía la solución para el campo. La población rural mexicana viviría en pequeñas propiedades o en el ejido. Dentro de éste, "la tierra pertenecería a aquel que la trabajaba con sus manos"; fuera de él, se respetaría la propiedad sobre pequeñas extensiones que constituirían granjas en donde el dueño también trabajaría, en compañía de su familia, la tierra de la que derivaría su sustento. Ejidatarios y agricultura progresarían gracias al crédito, a la educación, a los nuevos métodos de cultivo, a la maquinaria y a la mejor técnica, ya que, como el ejidatario, el pequeño agricultor encontraría en la cooperativa y en la ayuda de un banco que operaría sin propósito de lucro, la posibilidad de su mejoramiento efectivo.[ 24 ]

Justicia para el obrero

El obrero mexicano en 1910 no se hallaba en condiciones significativamente más favorables que las del peón de hacienda. Dentro de un régimen capitalista y liberal a ultranza, la mano de obra estaba totalmente desprotegida frente a un capital dispuesto a obtener ganancias extraordinarias, sin ofrecer ninguna seguridad y ni siquiera condiciones medianamente higiénicas al trabajador. En las minas, en las fábricas de hilados y tejidos, los obreros pronto adquirían afecciones pulmonares incurables, y la empresa simplemente los descartaba sin la menor consideración, ni para ellos ni para sus familias. A nadie importaba cómo terminaría sus días el obrero descartado. El capitalista no asumía ninguna responsabilidad ni tampoco le importaba mejorar las condiciones higiénicas de su fábrica, porque aquello implicaba un gasto mayor. No valía la pena invertir en la salud de los trabajadores cuando la mano de obra barata abundaba. Los obreros tampoco gozaban del derecho de huelga ni existía ningún mecanismo legal mediante el cual ellos pudieran obtener protección frente a la avidez del capital.

Como decía Beteta, cuando los hombres se aprestan a matarse entre sí, hay siempre un motivo para ello. No es necesario entrar en grandes pormenores para llegar al convencimiento de que la mayoría de la población de México ha sido perseguida y mantenida en la miseria: que se la ha explotado en forma casi increíble. Hay que ponerse en el lugar del de abajo y preguntarse si en semejantes condiciones no nos habrían venido impulsos de matar.

Cuando uno siente la miseria de millones de hombres, de hombres explotados años tras años, generación tras generación; explotados económica, espiritual y moralmente; explotados en todo cuando es sagrado para un ser humano, entonces se comprende cuán natural es para ellos rebelarse, con el deseo de exterminar a los que los han oprimido egoístamente.[ 25 ]

Del México de don Porfirio se mencionaban las grandes construcciones, el boato social, la vida cortesana, pero ¿quién iba a recordar ese otro México, más oscuro, más triste, y sobre todo, más natural? De todos modos siempre estaba a la mano la excusa: ricos y pobres los hay en todo el mundo. Si se llamaba la atención sobre el peonaje y el obrero humillado y desprotegido, siempre se podía dar una explicación científica de ello, porque ¿no existe una ley natural, la lucha por la vida, que nos demuestra que los débiles, los mal adaptados deben parecer? ¿No era natural y justo que los mejores ejemplares de la especie fueran los llamados a gobernar a los individuos menos dotados?

Mientras se daban estas explicaciones México era el país de mortalidad infantil más elevada con la sola excepción de China; el ochenta por ciento de sus habitantes vivían en completo aislamiento tanto físico como espiritual, desterrados en su propio país, despojados de sus tierras, trabajando en calidad de siervos en las haciendas, carentes de toda esperanza.[ 26 ]

Ramón Beteta no negaba la tendencia del capital a ser injusto con el trabajador y su avidez general que lo lleva incluso a desequilibrar la naturaleza. Por eso señalaba que era preciso delimitar claramente el campo de acción del capital y proteger los otros elementos de la producción para evitar una catástrofe generalizada. Escuchémoslo:

En materia económica se reconoce la existencia de la lucha de clases, si no como un ideal, sí como una realidad del régimen capitalista. Como la indiferencia ante esa lucha es imposible, la obligación evidente del Estado está en ayudar al débil, al trabajador, y no en proteger sistemáticamente al capital, cuya habilidad para defenderse está demostrada por su enorme crecimiento. El capital dejado en absoluta libertad tiende a explotar no sólo los recursos naturales, sino también a los hombres, y pugna por apoderarse de los gobiernos para lanzarlos a aventuras guerreras y por acabar con la independencia de las naciones. Por eso los gobiernos democráticos deben considerar indispensable, en bien de la paz internacional y del orden interior, restringir y limitar el libertinaje del capitalismo.[ 27 ]

Beteta estaba fuertemente impresionado por la tendencia del capitalismo a formar monopolios. En sus años como estudiante de economía en la Universidad de Texas, de 1920 a 1923, llegó a sus manos un folleto de Craig Ralston intitulado The shovelcrats, es decir, traducido al español, Los palácratas. Beteta lo leyó ávidamente y llegó a la conclusión de que ilustraba de manera excelente esa tendencia del capitalismo a formar monopolios. Decidió traducirlo y adaptarlo a la situación mexicana. Fue así como lo publicó en México con el título La palacracia mexicana en 1933 en el periódico El Nacional, y más tarde como folleto gracias a la reedición que hizo el Partido Nacional Revolucionario en 1936. La historia que se cuenta en esta otra es muy sencilla, pero su misma simplicidad es intencional porque así permite ver con toda nitidez lo que ocurre en el capitalismo. Una compañía imaginaria estaba encargada de hacer una gran excavación en un lugar llamado Lago Seco, totalmente aislado en el desierto de Nevada, excepto por una vía de ferrocarril. La compañía había calculado que para completar la obra se necesitarían catorce mil hombres durante quince años. Sin embargo, ya habían pasado ocho años y el trabajo no avanzaba ni siquiera mediocremente, por lo que habían enviado un investigador especial para que informara sobre la situación. Éste descubrió que un individuo llamado Martín había logrado hacer un monopolio de las palas, les había subido artificialmente su precio, y había creado todo un imperio basado en este monopolio que era a su vez la razón por la cual el trabajo no avanzaba. Su dictamen final fue muy escueto: dar una pala a cada trabajador y acabar con el monopolio de Martín.

Para Beteta esto era exactamente lo que había pasado en México en tiempos de don Porfirio con la propiedad de la tierra, las minas y las fábricas. Se había dado el capitalismo mano libre, y el resultado había sido formar unos cuantos monopolios que dejaban a la mayoría de los trabajadores mexicanos sin los implementos adecuados, a merced de los grandes capitalistas. Ahora la Revolución tenía que redistribuir las palas, es decir, la tierra, las minas, las fábricas, los pozos petroleros, para que cada mexicano tuviera una oportunidad.

Un grave peligro en tiempos de crisis sería renegar de nuestras reformas sociales, y, atribuyendo un excesivo valor a lo que es sólo transitorio desajuste, pensar en volver al liberalismo económico como la mejor garantía de seguridad; porque el liberalismo extremo en nombre de la justicia garantiza la explotación del débil, y en nombre de la libertad económica, crea el monopolio. No podía permitirse la explotación del obrero en nombre de la libre contratación ni convertir al Estado en simple espectador de una lucha tan desigual e injusta.[ 28 ]

Para concluir, escuchemos a Beteta en una cita que completa y da nitidez a todas sus ideas sobre la situación del obrero en el proceso productivo y la relación que éste debe guardar con el Estado:

No se pone en duda que en el proceso industrial lo importante es el hombre y no la producción; no se ignoran las ventajas del sindicalismo ni el respeto debido al derecho de huelga ni la necesidad de la protección que al trabajador conceden nuestras leyes; pero se pretende, además, que la industria sea lo más productiva posible para que esos derechos no se vuelvan teóricos y para que la industria dé a sus obreros, sin más límite que la capacidad económica de la empresa, una vida más amplia, más sana, más llena de los goces de la civilización.[ 29 ]

La Revolución y la Iglesia

La Iglesia Católica Romana ha tenido un papel singular en la historia política, económica y social de México. En primer lugar, salta a la vista que la Iglesia también se constituyó como un verdadero monopolio fuera del cual no solamente era imposible la salvación, sino que además peligraba la vida terrena por la amenaza permanente de la Inquisición. Pero, además, el catolicismo mexicano es una religión sui generis, peculiarmente influenciado por reminiscencias idolátricas derivadas del paganismo indígena. Como señalaba Beteta, una observación aun superficial de los templos católicos mexicanos y de nuestras ceremonias religiosas, comparados con la práctica católica en los Estados Unidos, revela diferencias de magnitud impresionante. Para Beteta el fanatismo prevalece todavía en México y la población indígena, más que católica, es idólatra. Ello se debe en su mayor parte a que los métodos utilizados para catequizar a los indios durante la Colonia apenas si tocaron sus creencias paganas superficialmente, y más bien condujo a un sincretismo polivalente y amorfo.[ 30 ]

Por otra parte, la Iglesia siempre ha adoptado una posición política reaccionaria y de decidida oposición a la Revolución, aun desde los tiempos de la guerra de Independencia. Es preciso recordar que la Iglesia excomulgó a Hidalgo y fue culpable de la ejecución de Morelos.

En tiempos más recientes, nos dice Beteta, la Iglesia, como institución de terratenientes y de espíritus conservadores, ha sido el símbolo en México de todo aquello contra lo cual lucha la Revolución. La reforma liberal misma fue dirigida principalmente contra la Iglesia como terrateniente, más bien que contra un sistema de creencias o contra cualquier dogma o ceremonia religiosa.

Es preciso colocar las ideas de Beteta en su debida perspectiva histórica. El anticlericalismo que él expresa coincide con los tiempos de la guerra cristera cuando todavía los sentimientos estaban exacerbados por la violencia y el ataque. En esos años, la Iglesia combatía la Constitución de 1917 y justificaba su combate amparándose en las libertades mismas que garantizaba éste. Como decía Beteta, era irónico que ahora la Iglesia postulara la libertad, cuando se había opuesto a toda clase de libertades, mientras tuvo el control del gobierno. Había enseñado la intolerancia y el fanatismo; había suprimido las libertades de pensamiento, de palabra y de enseñanza cuando eran incompatibles con el predominio político de la Iglesia. Al entrar en vigor la Constitución de 1857, la Iglesia se rebeló contra ella por ser una constitución liberal inspirada en las ideas de la Revolución Francesa, pero, más tarde, cuando la de 1917 sustituyó a la anterior, la Iglesia nuevamente la combatió a causa de aquellas enmiendas en las que la teoría liberal había sido abandonada. "La verdad", concluía Beteta, "es que la Iglesia se opone siempre a la libertad, a menos de que pueda utilizarla en su provecho".[ 31 ]

La Iglesia había recurrido a todos los medios posibles para combatir esta conmoción social que llamamos la Revolución Mexicana, incluso desde el confesionario donde negaba la absolución al feligrés que desobedeciera la invitación del clero a la abierta rebelión contra el gobierno, hasta cuando aprovechaba el fanatismo de los indios para convencerlos de que la muerte en el campo de batalla les aseguraba la salvación eterna. Frente a las leyes del gobierno, que reglamentaban la actividad religiosa, la Iglesia recurrió al boicot económico y a la huelga con la esperanza de derrocarlo, así como al asesinato del presidente electo Álvaro Obregón, perpetrado por un fanático religioso. Además, la Iglesia prohibió a los padres de familia que mandaran a sus hijos a la escuela y ordenó al clero que no oficiara con la esperanza de crear dificultades al gobierno. Por otra parte, durante todos esos años en que las relaciones entre la Iglesia y los gobiernos revolucionarios, eran particularmente tensas, la Iglesia había falseado la situación de México en otros países con la esperanza de atraer así la simpatía y la ayuda material del pueblo de los Estados Unidos que siempre ha visto con horror toda persecución religiosa.[ 32 ]

Hablando, en julio de 1935, ante un público estadounidense, Beteta señalaba que ahora la artillería de la Iglesia apuntaba a la escuela "socializada" que no enseñaba religión, y que como se había dado en llamarla "socialista", resultaba fácilmente atacable. Era así que el delegado apostólico de México en una carta que había escrito en San Antonio, Texas, en diciembre de 1934, ordenaba a los padres de familia mexicanos que no mandaran a sus hijos a la escuela. La Iglesia intentaba ahora matar a la escuela por medio de la falta de alumnos, aunque no había tenido éxito en la huelga general decretada en 1926 y aunque había fracasado en el boicot económico que había declarado en 1927.

Los resultados que estaba obteniendo eran muy poco halagüeños. Contra la escuela rural era definitivamente impotente, y en las zonas urbanas la inscripción estaba mejorando notablemente hasta llegar a ser casi normal. Lo que resultaba notorio de estos intentos era la disminución visible del poder de la Iglesia.[ 33 ]

Sin embargo, después de todo este análisis, queda en pie la pregunta ¿en dónde estaba la cuestión religiosa? La respuesta de Beteta es tajante: no existía tal cuestión religiosa en México. La Revolución no impugnaba la fe católica ni pretendía sustituir su dogma con otro alguno ni existía oposición entre la ética católica y la que la Revolución enseñaba en la escuela ni tampoco se entrometía la Revolución en asuntos del culto católico. Los templos estaban abiertos y estaban al cuidado de sacerdotes católicos. Cuando se había dado la orden de cerrarlos en 1926, esa orden no había emanado del gobierno sino de la Iglesia. En conclusión, afirmaba Beteta, lo que existe en México no es una cuestión religiosa, sino una cuestión económica y política. Y es este problema económico y político el que ha dividido al país desde 1822 cuando la Iglesia y el Estado en México iniciaron esa lucha por la supremacía política.[ 34 ]

Hacia la educación revolucionaria

Los temas de la educación y de la Iglesia están íntimamente relacionados porque la Iglesia había tenido a su cargo la educación desde tiempos de la conquista. Sin embargo, señalaba Beteta, durante los tres siglos y medio en que la Iglesia había ejercido el dominio de la educación, los resultados habían sido el analfabetismo y la intolerancia. También se había intentado la separación total encargándose el gobierno de impartir instrucción laica y dejando en entera libertad a la Iglesia, pero las condiciones no mejoraron. Se precisaba de dar un paso adelante. Era necesario hacer la educación laica obligatoria, ya fuera impartida por las escuelas oficiales o por los planteles privados. Además, era imprescindible explicar a los niños los principios de la Revolución, inculcándoles sentimientos de simpatía hacia las clases trabajadoras, juntamente con el deseo de ver el advenimiento de una sociedad basada en la justicia, y en una distribución más equitativa de la riqueza.

El proceso educativo de la Revolución lo explicaba Beteta en términos sencillos y claros. Lo que los gobiernos revolucionarios se proponían desde 1822 era establecer una educación universal, gratuita, impartida con una actitud científica que no aceptara ni supersticiones ni explicaciones místicas de aquellas cosas que pueden ser observadas con objetividad y explicadas con lógica. Una educación que, por otra parte, desarrollara en los niños la debida comprensión de su país, el amor por las clases trabajadoras y por los ideales de la Revolución, y un vivo deseo por el advenimiento de un sistema económico más justo. Una educación, en fin, que permitiera al futuro obrero una preparación técnica adecuada, asegurándole así un nivel de vida más alto.[ 35 ]

La escuela rural mexicana era una de las creaciones de la Revolución más admiradas y queridas de Beteta, y él mismo participó con Moisés Sáenz en su organización, por lo cual sus ideas sobre ella son muy claras y definidas. Beteta consideraba a la escuela rural, "el factor más importante de nuestro sistema educativo tanto por su número como por el ideal que la inspira". El objetivo de la escuela rural, según lo planteaba Beteta, era muy simple: enseñar a vivir a los niños del campo. En las comunidades rurales mexicanas, las comodidades más elementales eran desconocidas. El sistema de saneamiento no existía: el aislamiento era la regla general; la vida era dura y primitiva. En esos pueblos la escuela desempeñaba muchas funciones sociales además de la instrucción elemental. Por eso se la había llamado justamente la casa del pueblo porque generalmente había sido construida por los adultos de la comunidad en sus ratos de descanso durante el domingo, y porque era el centro principal del interés del pueblo.[ 36 ]

Estas escuelas rurales habían sido creadas y sostenidas por el Estado. En ellas no se impartía instrucción religiosa alguna. Era a esta escuela socializada a la que los revolucionarios se complacían en llamar socialista.

En esta escuela la educación debe ser antes que nada científica, es decir, debe ofrecer una explicación racional del universo, pero no la negación de Dios. Debía mantener una actitud científica y tratar de explicar objetivamente al alumno los fenómenos naturales. De ninguna manera se pretendía que los niños pertenecieran al Estado, en vez de a sus padres, puesto que la familia seguía siendo, entonces como ahora, el centro de la vida en México. En el hogar y en el templo, los niños podían recibir la instrucción religiosa que sus padres desearan. Y a un público desconfiado y escéptico le aseguraba Beteta que en la escuela mexicana no se enseñaba el comunismo ni se podría hacer tal cosa sin reformar nuestra Constitución que reconoce el derecho de propiedad.[ 37 ]

Las escuelas rurales no eran, pues, importantes únicamente por su número, sino por el hecho de que cada una de estas escuelas era un centro de vida y de acción en cada colectividad empeñado en obtener el mejoramiento físico y moral de los pueblos.[ 38 ]

Debemos resaltar el hecho de que la escuela se proponía mejorar moralmente a los pueblos, porque indiscutiblemente uno de los grandes objetivos de la escuela socialista del cardenismo, que Beteta defendía con tanto ahínco, era transformar la mentalidad nacional permitiéndole superar las viejas supersticiones y desarrollar una nueva ética del trabajo que sirviera de fundamento a la construcción de la nacionalidad.

Como decía Beteta:

Las palabras del general Cárdenas son, en efecto, muy significativas: "Es necesario dar a la juventud un concepto racional del universo". ¿Pues qué otra cosa pretende y ha pretendido siempre la ciencia? En qué radica la actitud científica si no es en el deseo de explicar objetiva, racionalmente, los fenómenos del mundo? Una educación que nos de una explicación mística de la vida social, es, necesariamente, incompleta y anticientífica. Esto no significa que las palabras del general Cárdenas deban interpretarse en el sentido de que la ciencia puede explicarlo todo; pues nunca ha pretendido tal cosa, pero sí debe entenderse como una crítica a la educación impartida por las escuelas privadas de México, en donde la superstición tomó el lugar de la ciencia.[ 39 ]

Además de una nueva ética revolucionaria que dejara atrás la superstición, la escuela debía dar también a México un idioma común. Se comprendía ahora plenamente que así como el cristianismo nunca les fue enseñado plenamente a los indígenas debido a su desconocimiento del español, así sin un medio de común expresión, nuestros pueblos no llegarían nunca a ser una nación homogénea.

Un idioma común, decía Beteta, es para México el factor más importante en la integración del país. Sin embargo, era preciso aclarar que no se tenía el menor deseo de excluir al elemento indígena de la vida social mexicana, sino que más bien se deseaba realizar la doble tarea de incorporar al indio a la nación mexicana y de absorber al mismo tiempo la cultura y el modo de vivir del indio en la proporción que fueran compatibles con un nivel de vida más altos.[ 40 ] Así, pues, la escuela rural incorporaría al indio a la civilización del hombre blanco, pero a la vez incorporaría a México a la cultura india.

Los promotores de la escuela rural, cuenta Beteta, se acercaban a los poblados indígenas en actitud humilde, no con nuevas ambiciones de conquista, porque ya no se sentían seguros de su propia superioridad. Mientras enseñaban métodos de higiene y algunos descubrimientos científicos, aprendían también. Sus ojos, sus corazones y sus oídos se mantenían alertas con la esperanza de entender lo que en una época había sido una gran civilización, lo que aún quedaba de una cultura no mecanizada que ya iba desapareciendo.[ 41 ]

No solamente la escuela rural y la educación primaria eran importantes para Beteta, sino que también la educación superior ocupaba un lugar preferente en su pensamiento, y aquí insistía en que, aunque la ciencia no tiene nacionalidad, ni sabe de partidos, él proponía que en los centros de educación superior de México se hiciera ciencia revolucionaria por sus fines y sus propósitos, es decir, que se pusiera la ciencia al servicio de la Revolución y para el desarrollo económico del pueblo de México.[ 42 ]

Era preciso hacer ciencia revolucionaria para evitar la suerte que hasta entonces había sufrido México a manos de las compañías extranjeras que habían traído sus propios técnicos y se llevaron del país con el mayor éxito el oro, la plata, el petróleo, las maderas preciosas, y no dejaron sino hoyos en el suelo (que antes habían sido minas) y campos devastados en donde los árboles de caoba habían formado antes un bosque majestuoso.

El sistema escolar nacional había coadyuvado, decía Beteta, a mantener a México en la situación de una colonia económica. No se impartía instrucción técnica alguna. La educación superior era retórica y verbalista. La universidad lanzaba médicos, abogados e ingenieros, no sólo carentes de un adiestramiento que los capacitara para servir a la creciente industrialización del país, sino hasta del menor deseo de hacer algún trabajo productivo. Fieles a la antigua tradición española de que los caballeros no debían ocuparse en menesteres manuales llevaban una vida de parásitos, siempre en espera de irse a Europa o a los Estados Unidos, en donde podrían olvidarse de todo cuanto se relacionara con México.

Las ideas de Beteta sobre cómo debía transformarse la educación superior, quedan claramente expresadas en el siguiente párrafo de un discurso que pronunció en la ciudad de Oaxaca el 24 de marzo de 1937 en representación del presidente Lázaro Cárdenas:

La cultura no es sólo el conocimiento de lo que han pensado otros hombres, sino que es también el conocimiento del medio en que vivimos. Por eso, la educación superior debe comprender el estudio objetivo de la naturaleza, pues no deja de ser ridículo saber lo que dijo Platón e ignorar cómo se cultiva el maíz. De aquí la necesidad de nuevas asignaturas y nuevas carreras en institutos, como éste [de Oaxaca], que precisamente por su misma tradición han cristalizado en antiguos moldes. El señor presidente desearía ver que se añadieran, a las ya existentes, una escuela de agricultura, una de minería, otra de ingeniería mecánica y eléctrica y otra de economía, que abrieran nuevos horizontes a la juventud oaxaqueña.[ 43 ]

El profeta de la industrialización

Con justa razón se puede llamar a Ramón Beteta el profeta de la industrialización mexicana: nadie como él puso tanto empeño en convencer al país de la necesidad perentoria de industrializarse, y en el periodo en que fue secretario de Hacienda de crear un ambiente favorable a tal proceso. Sin embargo, es fácil demostrar que su convicción por la industrialización imprescindible de México, databa de antes de su gestión como secretario de Hacienda. Ya en 1945 había elaborado un proyecto de ponencia intitulado "Industrialización de América" para ser presentado en la Conferencia Interamericana sobre los Problemas de la Guerra y la Paz, del 21 de febrero al 8 marzo de ese año de 1945. Este proyecto probablemente nunca se convirtió en ponencia propiamente dicha por razones que desconocemos, pero queda como documento probatorio de su interés ya avasallador en la industrialización de México y de lo que él llama " la América deudora".

Algunos apartados particularmente importantes de este documento son los siguientes:

  1. Considerando que la industrialización constituye uno de los más preciados propósitos de la América por ser el medio más eficaz para lograr el mejoramiento vital de las masas;
  2. Considerando que es en la actividad industrial donde puede lograrse el nivel más alto de salarios reales;
  3. Considerando que el comercio interamericano será más amplio y mutuamente provechoso entre pueblos con economías en igual grado de desarrollo que en países de economías opuestas, como lo demuestra el volumen y naturaleza misma del comercio entre los grandes países ya industrializados;
  4. Considerando que uno de los resultados de la industrialización es el mejoramiento cultural de pueblos atrasados, y que esto se traduciría en un más completo entendimiento panamericano;
  5. Considerando que, para lograr la industrialización, debe abordarse el problema en perfecta colaboración y con toda energía sin dejar nada al acaso, creando al efecto organismos apropiados para llevar a la práctica el programa de desarrollo y fomento;

La Conferencia Interamericana sobre Problemas de la Guerra y la Paz recomienda:

  1. Que los gobiernos de los países americanos destinen las reservas de divisas de sus bancos centrales y los saldos acumulados en el exterior preferentemente a apoyar su industrialización;
  2. Que los países americanos productores de maquinaria y equipos hagan el mismo esfuerzo para satisfacer las necesidades de la industrialización en los demás países americanos. [ 44 ]

Pero aun si retrocedemos diez años, a los tiempos en que Ramón Beteta defendía el plan sexenal del gobierno del general Lázaro Cárdenas ante un público extranjero, ya manifestaba él la firme convicción de que era preciso desarrollar la industria mexicana. Decía él en ese entonces:

Creemos que México se encuentra en una situación privilegiada para determinar su propio destino. El hecho mismo de ser un país precapitalista, en el que una buena parte de la población vive dentro de una economía de consumo, y de tener frente a nuestros ojos los efectos de la última crisis en el mundo capitalista, nos permite pensar que es posible que nos aprovechemos de las ventajas de la era industrial, sin sufrir necesariamente sus bien conocidos defectos. Creemos, por lo tanto, que se puede intentar la industrialización de México consciente, inteligentemente, evitando aquellos males del industrialismo que son evitables, tales como la aglomeración urbana, la explotación del hombre por el hombre, la producción para la venta en vez de para el consumo, la inseguridad económica, el desperdicio, la producción de objetos mediocres y la mecanización de los trabajadores.[ 45 ]

México se había tardado más que otras naciones en llegar a la era industrial porque había heredado de la época colonial un régimen de restricciones, de monopolio y de privilegio. Habíamos nacido a la vida independiente con la marca indeleble de un sistema que prohibió, durante trescientos años, el comercio entre las Américas y restringía a España el intercambio con Europa que se hacía sólo a través de determinados puertos de aquí y de ella, limitándolo a los nativos de la península ibérica. Éste era un impedimento mayúsculo no solamente para la actividad comercial sino para cualquier empresa económica.

Por otra parte, según la concepción española, la Nueva España existía únicamente para beneficio de la Madre Patria. Tal idea, combinada con el concepto mercantilista que atribuía valor sólo a los metales preciosos, creó para México un exceso de reglamentación económica que definía quién tenía derecho a producir o a comerciar, en dónde, a qué precio, y para qué fin. No conocimos la libertad económica ni gozamos de la libertad de comercio: mucho menos aun tuvimos libertad política. Debido a todo ello, no es pues extraño que nos haya costado trabajo concebir e implantar esas libertades y que todavía hoy haya quienes las crean imposibles o inconvenientes.[ 46 ] Según Beteta, era la Revolución la que progresivamente iba superando los obstáculos tradicionales y creando un estado de cosas propicio para el desarrollo industrial de México.

Beteta soñaba con un México cuyo nuevo sistema industrial estuviera libre de los errores que se habían dado ya en otras partes; un México de ejidos y de pequeñas comunidades industriales dotadas con los adelantos de la electricidad y de buenos sistemas sanitarios: en estas comunidades la producción tendría como fin la satisfacción de las necesidades humanas, la maquinaria se emplearía para liberar al hombre del trabajo rudo, y no siendo la producción un fin en sí misma, jamás podría ser "excesiva". En estas comunidades se producirían objetos con el mismo sentido artístico tradicional ya que el cambio de instrumentos no puede ser suficiente por sí mismo para destruir la belleza. Lo que sí la destruye es la mecanización del hombre que es el resultado de la presión ejercida sobre él para que produzca la mayor cantidad en el menor tiempo posible.[ 47 ]

No era difícil, además, demostrar a los Estados Unidos que la industrialización de la "América Deudora" iba en beneficio de sus mejores intereses. Podría temerse que los productos industriales norteamericanos fueran desplazados de nuestros mercados. Pero esto se podría comparar con la falacia de que la maquinaria nueva y perfeccionada es dañosa para el trabajador. De la misma manera que el desarrollo industrial ayuda a la larga a las clases trabajadoras al crear ocupaciones nuevas y mejor remuneradas, aun cuando aquí y allá un grupo determinado de obreros pueda ser desplazado transitoriamente por la maquinaria, de igual forma la industrialización de la "América Deudora" acabaría por tonificar el comercio exterior y fomentar un mercado nuevo y más efectivo para los productos norteamericanos aunque alguna empresa en particular pudiera sufrir la disminución de sus ventas.

Para demostrar esta argumentación estaba allí el ejemplo del Canadá que bastaba para desechar toda duda. Un país mucho más industrializado que el resto de América -con la sola excepción de Estados Unidos-, el Canadá era, con sus catorce millones de habitantes en aquel entonces, un mercado mucho mejor para los productos estadounidenses que el resto de América con sus ciento veinticinco millones de almas en 1947. "Una industria floreciente", decía Beteta, "que permitiera a las clases trabajadoras vivir en mejores condiciones, crearía desde luego nuevos y más deseables consumidores para las mercancías de importación.[ 48 ]

Todas estas ideas de Ramón Beteta con respecto a la necesidad de que México tomara el camino de la industrialización dieron forma a la política económica que perfiló el gobierno de Miguel Alemán. No se puede perder de vista que Beteta fue el jefe de la campaña electoral de Alemán y que, como secretario de Hacienda y Crédito Público de este gobierno, conformó su política económica.

En el punto número tres de la declaración de principios que hizo Miguel Alemán en la reunión celebrada en Acapulco, el 11 de septiembre de 1945, decía en forma contundente:

En el campo de las relaciones económicas internacionales el plan a que me vengo refiriendo se orienta a invertir gradualmente la posición tradicional que México ocupa en la economía mundial como país exportador de materias primas en bruto e importador de productos elaborados. La guerra nos ha enseñado hasta qué punto puede dañar a nuestra nación el cierre parcial o absoluto de los mercados extranjeros en que solíamos abastecernos de una enorme variedad de artículos manufacturados, muchos de los cuales se fabrican con nuestras propias materias primas, y por tanto, los podemos llegar a producir y dejar de importar. La posguerra empieza ya a demostrarnos, con la contracción de aquellos renglones de nuestra exportación que experimentaron un auge tan extraordinario como transitorio, cuánto es capaz de deprimir la vida económica del país la reducción de los mercados extranjeros donde acostumbramos colocar gran parte de nuestras materias primas que podamos llegar a convertir en productos elaborados, tanto con destino al consumo interno como a su exportación a precios mucho más altos.

Conclusión

Al llegar a este punto no nos queda la menor duda de que Ramón Beteta fue un distinguidísimo pensador revolucionario, además de un gran hombre de Estado muy cercano a tres presidentes mexicanos: Lázaro Cárdenas, Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán. Estos tres presidentes escucharon sus consejos y le dieron un lugar de preferencia dentro de sus colaboradores.

Para analizar el pensamiento de Beteta hemos tomado como puntos de orientación seis categorías básicas: la identidad nacional, el agro, el obrero, las relaciones Estado-Iglesia, la educación y las bases de la industrialización. En todos y cada uno de estos apartados la contribución de Beteta es brillante, rica y notoriamente articulada. Además, es de notarse que su pensamiento, aunque flexible, forma un cuerpo definido y claro desde etapas tempranas de su vida. No hay contradicciones en sus ideas, no trata meramente de decir lo que conviene en términos de la política del momento, sino que su pensamiento es definido y está comprometido con un ideario.

Ramón Beteta fue revolucionario en una época en que era arriesgado y peligroso serlo. Sus ideas señalan un compromiso político que envolvió toda su vida y toda su actuación. Expresar las ideas que él sostuvo tan repetidas veces y con la convicción que él las mantuvo significaba poner la propia vida al descubierto.

Habiendo sido, pues, Beteta, un pensador, también tuvo que ser un maestro. Pensador y maestro son dos papeles íntimamente ligados entre sí. Y encontramos que efectivamente Beteta fue un gran maestro no solamente en sus cátedras universitarias, sino que supo rodearse de un selecto grupo de discípulos a los que él formó y educó en el manejo de las finanzas públicas, y que se encargaron de continuar sus ideas en los años cincuenta y sesenta. Es decir, que Beteta formó el equipo que sentó las bases de la industrialización mexicana, fue la mente maestra detrás del milagro económico mexicano. A Beteta debemos el plan, los mecanismos principales y las primeras etapas, el despegue, de la industrialización, que era y sigue siendo parte del programa de la Revolución Mexicana. No podemos concebir que una vez satisfechos los postulados políticos y sociales de la Revolución no se iba a dar el siguiente paso obligado, que era el desarrollo económico. Fue precisamente aquí donde Beteta señaló el rumbo con maestría inigualable.[ 49 ]

[ 1 ] Miguel Alemán, Remembranzas y testimonios, México, Grijalbo, 1987, p. 242. Cursivas mías.

[ 2 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 3.

[ 3 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 5.

[ 4 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 6.

[ 5 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 47.

[ 6 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 50.

[ 7 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 52.

[ 8 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 8.

[ 9 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 234.

[ 10 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 151.

[ 11 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 235.

[ 12 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 10.

[ 13 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 28.

[ 14 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 45.

[ 15 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 559.

[ 16 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 53.

[ 17 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 234.

[ 18 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 233.

[ 19 ] Ramón Beteta, Programa económico y social de México, México, 1935, p. 25.

[ 20 ] Ramón Beteta, Programa económico y social de México, México, 1935, p. 25.

[ 21 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 37.

[ 22 ] Ramón Beteta, Programa económico y social de México, México, 1935, p. 39.

[ 23 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 39.

[ 24 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 237.

[ 25 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 9.

[ 26 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 48.

[ 27 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 260.

[ 28 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 287.

[ 29 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 542.

[ 30 ] Ramón Beteta, Programa económico y social de México, México, 1935, p. 197.

[ 31 ] Ramón Beteta, Programa económico y social de México, México, 1935, p. 197.

[ 32 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 63.

[ 33 ] Ramón Beteta, Programa económico y social de México, México, 1935, p. 175.

[ 34 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 64.

[ 35 ] Ramón Beteta, Programa económico y social de México, México, 1935, p. 171.

[ 36 ] Ramón Beteta, Programa económico y social de México, México, 1935, p. 173.

[ 37 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 87.

[ 38 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 56.

[ 39 ] Ramón Beteta, Programa económico y social de México, México, 1935, p. 207.

[ 40 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 73.

[ 41 ] Ramón Beteta, En defensa de la Revolución, México, DAPP, 1937, p. 86.

[ 42 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 175.

[ 43 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 175.

[ 44 ] Archivo de Ramón Beteta, folder 279, archivero número 1, gavetas, 4 y 3.

[ 45 ] Ramón Beteta, Programa económico y social de México, México, 1935, p. 43.

[ 46 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 434.

[ 47 ] Ramón Beteta, Programa económico y social de México, México, 1935, p. 45.

[ 48 ] Ramón Beteta, Pensamiento y dinámica de la Revolución Mexicana, México, Editorial México Nuevo, 1950, p. 384.

[ 49 ] Entrevista personal con el licenciado Hugo Margáin.

Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México. Álvaro Matute (editor), Ricardo Sánchez Flores (editor asociado), México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, v. 15, 1992, p. 115-138.

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